UNA VICTORIA ESTROPEADA
A los diez y siete años, en el último curso de secundaria, me dejé crecer el pelo. Para el mes de octubre ya me llegaba abajo de los hombros en una maraña desordenada y algo reseca; algunos risos bien definidos caían desde el frente, sobre las sienes, pero visto desde atrás, mi cabello era un caos, no tenía forma ni un estilo definido más allá de cierto desaliño de pretensión intelectual, como queriendo decir que mi apariencia no me preocupaba lo suficiente como para peinarme antes de salir de casa. A los directivos y profesores de mi colegio (con unas cuantas célebres excepciones) no les causaba mucha gracia y durante todo el año me lo hicieron saber. Mi aspecto les resultaba vulgar, de mal gusto. Degradaba, según ellos, la imagen de la institución ante una comunidad que, con ojos vigilantes, esperaba a la salida. Yo contestaba con insolente vehemencia, sabiéndome del lado de la justicia, sintiéndome respaldado por la ley...