HOJA EN BLANCO
Sentarme frente a la hoja en blanco siempre me causa fatiga. Siempre tardo un buen tiempo mirando aquí y allá, esculcando sobre las superficies del cuarto, revisando sus contornos añejados y las manchas en sus paredes antes de pasar a la acción. Poco antes de sentarme a escribir, todo parece claro en mi mente. Parece haber una idea central, un propósito, algo qué comunicar y mientras llego frente a la pantalla se van armando como siluetas de humo tras mis ojos los argumentos, los sucesos o los versos y yo me emociono y los repito varias veces para que no se escapen. Pero ni bien he comenzado, todo empieza a diluirse en mi cabeza. A las pocas palabras, ya no sé qué es lo que quiero decir, se me ha perdido el norte y las ideas empiezan a caminar en círculos y a no conducir a ninguna parte.
No sé cuántas veces habré escuchado y leído que escribir es como vomitar, como llorar; que si las palabras no queman el pecho pidiendo ser escritas y salen de uno como por sí mismas, no vale la pena el esfuerzo; que nada que no sea escrito bajo el hechizo de alguna desesperación urgente y secreta, puede aspirar a ser valioso. Ante aquella sentencia aterradora he quedado paralizado más de una vez, y no porque no haya experimentado esa sacudida que viene con las nuevas ideas, sino porque al llegar frente al papel, ya se ha esfumado. Los pensamientos ya se han diluido en mi cerebro como gotas de tinta en un vaso de agua y están en todas partes y en ninguna, indefinidos, resbaladizos y deformes. Es como si sólo pudiera describir al monstruo cuando lo tengo en frente. Apenas miro hacia otro lado, sus contornos en mi memoria empiezan a difuminarse y luego frente al texto todo se desborda y se convierte en "de todo un poco" y la importancia que tenía al principio se pierde para siempre.
Lo que escribo aquí es el resultado del intento por recuperar las siluetas perdidas en el camino entre el estímulo (por llamarlo de algún modo) y el texto. Es más bien una cacería de símbolos que han ido enfriándose mientras son arrastrados por esa indecisa corriente que desemboca en el inconsciente, en la que todo se mezcla y un beso es lo mismo que una canción y una canción es lo mismo que un personaje de un libro y un libro es lo mismo que un café con mi hermana y mi hermana es todo lo bueno que no saqué de mi padre... Por eso tal vez se advierta un exceso de cautela, una duda constante y una presencia más bien discreta de conclusiones y máximas en este pequeño, pequeñísimo rincón literario digital; porque voy pescando retazos de mi historia en un río revuelto y poniéndolas en algún orden para rescatar de ellas el rastro de la emoción que cargaban al principio con el riesgo de que, durante el proceso, aparezcan piezas que encajen en momentos que no son los suyos.
La urgencia por escribir al final supera las dudas y los sinsabores que vienen siempre con el ejercicio. Escribir, en más de una ocasión, se ha vuelto indispensable para la difícil tarea de conciliar el sueño, que se niega a llegar hasta que no haya unos cuantos párrafos separándome lo que sea que haga peso en mi cabeza: la humanidad enferma de cinismo y barbarie, los desamores, la zozobra de la vida del artista... Además, como si fuera poco, mi querido país besado por dos mares es especialmente proclive a las historias tristes, propenso a parir indolentes y a cocinar tragedias, estas últimas tan aterradoras y tan frecuentes que nosotros, sus ciudadanos, hemos aprendido a sumergirnos, a fuerza de costumbre, en una especie de sopor permanente, sufrimos un adormecimiento silencioso y progresivo de la empatía, aprendemos a ver al otro con desconfianza, con recelo o resentimiento (o todas a la vez) e intuyo que, en medio de ese huir constante del otro y de nosotros mismos, aprendemos una versión degradada e incompleta del amor.
Lo que escribo aquí es el resultado del intento por recuperar las siluetas perdidas en el camino entre el estímulo (por llamarlo de algún modo) y el texto. Es más bien una cacería de símbolos que han ido enfriándose mientras son arrastrados por esa indecisa corriente que desemboca en el inconsciente, en la que todo se mezcla y un beso es lo mismo que una canción y una canción es lo mismo que un personaje de un libro y un libro es lo mismo que un café con mi hermana y mi hermana es todo lo bueno que no saqué de mi padre... Por eso tal vez se advierta un exceso de cautela, una duda constante y una presencia más bien discreta de conclusiones y máximas en este pequeño, pequeñísimo rincón literario digital; porque voy pescando retazos de mi historia en un río revuelto y poniéndolas en algún orden para rescatar de ellas el rastro de la emoción que cargaban al principio con el riesgo de que, durante el proceso, aparezcan piezas que encajen en momentos que no son los suyos.
La urgencia por escribir al final supera las dudas y los sinsabores que vienen siempre con el ejercicio. Escribir, en más de una ocasión, se ha vuelto indispensable para la difícil tarea de conciliar el sueño, que se niega a llegar hasta que no haya unos cuantos párrafos separándome lo que sea que haga peso en mi cabeza: la humanidad enferma de cinismo y barbarie, los desamores, la zozobra de la vida del artista... Además, como si fuera poco, mi querido país besado por dos mares es especialmente proclive a las historias tristes, propenso a parir indolentes y a cocinar tragedias, estas últimas tan aterradoras y tan frecuentes que nosotros, sus ciudadanos, hemos aprendido a sumergirnos, a fuerza de costumbre, en una especie de sopor permanente, sufrimos un adormecimiento silencioso y progresivo de la empatía, aprendemos a ver al otro con desconfianza, con recelo o resentimiento (o todas a la vez) e intuyo que, en medio de ese huir constante del otro y de nosotros mismos, aprendemos una versión degradada e incompleta del amor.
Escribir es, para mí, una salida de emergencia de ese estado somnoliento, una manera de despertar, de poner todas las experiencias en orden para que, vistas un poco desde afuera, sea más sencillo extraer de ellas las lecciones para la vida y construir conscientemente una cosmovisión, una postura política, un código ético, unos principios y unos sueños. Y es justo allí, ante la idea de ver desde afuera y despertar, que la imagen del péndulo de Foucault se vuelve crucial para mí. Porque a través de su sencilla estructura, que consiste en nada más que una cuerda, una pesa metálica, un imán y una rosa de los vientos, logra dotar a mi limitada percepción de criatura humana con una nueva lucidez, ampliando mis límites, trazando nuevos caminos por donde aventurarme, perderme y maravillarme del universo. Al ver el péndulo desde el suelo oscilando sobre la rosa y trasladando lentamente, grado a grado, la sombra de su pesa metálica sobre todos los puntos cardinales, el cerebro se engaña y cree que el péndulo gira, en una frecuencia casi imperceptible, sobre su propio eje con cada oscilación; cuando la verdad es que el planeta tierra, todo él, con todas sus montañas y todos sus océanos y con todos nosotros anclados para siempre a su superficie, es el que rota realmente, masivo y silencioso bajo el péndulo.
Me gusta pensar que al escribir me estoy subiendo como pasajero a la pesa del péndulo, y que mientras estoy suspendido oscilando, puedo ver al mundo girar inadvertido alrededor mío, como un observador externo, discreto e intocable, y que desde el péndulo todos los contornos se ven más claros y no se difuminan tan rápidamente en mi memoria. Me gusta también pensar que es posible invitar a otros a subirse al péndulo, que él está allí para que cualquiera se suba y que el boleto de entrada está apenas a un texto de distancia.
Me gusta pensar que al escribir me estoy subiendo como pasajero a la pesa del péndulo, y que mientras estoy suspendido oscilando, puedo ver al mundo girar inadvertido alrededor mío, como un observador externo, discreto e intocable, y que desde el péndulo todos los contornos se ven más claros y no se difuminan tan rápidamente en mi memoria. Me gusta también pensar que es posible invitar a otros a subirse al péndulo, que él está allí para que cualquiera se suba y que el boleto de entrada está apenas a un texto de distancia.
Péndulo
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