UNA VISITA SILENCIOSA

"¿Qué fecha es hoy?" Preguntó el doctor sin despegar la mirada de la pantalla de su tablet mientras pulsaba con torpeza, usando sus dos índices, sobre un pequeño teclado inalámbrico. El anciano, postrado en la alta y estrecha camilla de hospital que ocupaba el centro de la habitación principal de su apartamento, posó la mano sobre el barandal y arrugó aún más la frente en gesto reflexivo. Su hijo, que observaba de pie junto a la camilla, apartó la mirada de su padre y abandonó la sonrisa que había mantenido hasta entonces, asegurándose de no ser visto. Le fallaron las fuerzas. Encogió los hombros y cerró los ojos por unos segundos, derrotado de antemano por la inminencia del golpe que venía.

"Doce de mayo" Respondió el hombre desde la camilla en un tono que parecía de pregunta, haciendo un gran esfuerzo por incorporarse en un intento por quedar frente a frente con el doctor, que de todas maneras le daba la espalda. El hijo suspiró derrotado, sin asombro, como ocultando el dolor tras un gesto que pretendía ser indiferente. Yo me quedé mirando al hombre en la camilla, delgado y descolorido, desde un seis de diciembre que no existía. Un nudo silencioso se armaba en mi vientre, justo encima del estómago. El doctor por fin despegó la mirada de su tablet luego de consignar la respuesta en su casilla correspondiente, para posarla sobre el hijo, asomando unos profundos y fríos ojos azules sobre el marco de sus gafas de lectura, ignorando por completo al paciente. El hijo le devolvió el gesto como jugando a los espejos y un silencio espeso reinó por unos segundos, apenas atenuado por los violines de la radio y el susurro lejano del canal de deportes.

Yo apenas podía moverme. Sentía que al hacerlo rompía el frágil equilibrio del mundo, abreviado a esas cuatro paredes desteñidas por los años, cubiertas en su mayoría por fotos familiares de cuatro o cinco generaciones, cristos en dos y tres dimensiones, adornos y muebles varios en los que ahora se escondían decenas de libros y portarretratos tras una infinidad de frasquitos con pastillas y jarabes, gotas para esto y aquello, bolsas de pañales, paños húmedos y secos, guantes de látex y vasos vacíos. La expresión incómoda del viejo al mirar a su hijo y a su doctor, pasó desapercibida. Me imaginé en su lugar y me contagié de la amargura que debía embriagarlo al saberse reducido a la inexactitud de sus respuestas delirantes. Unos minutos antes me había parecido que, a pesar de su frágil aspecto, don Humberto conservaba intacta la lucidez. La cortesía en su saludo y la manera en que asintió repitiendo mi nombre mientras me apretaba la mano, lograron engañarme. Me miró fijamente (ahora lo sé) intentando encontrar mi rostro en su memoria nublada.

Por primera vez vi al doctor mirar a su paciente a los ojos, fijamente, por encima de sus lentes. "¿De qué año?" Preguntó arqueando las cejas. "1984" Contestó don Humberto luego de dudarlo unos segundos y esta vez nosotros fuimos invisibles. Nos fuimos diluyendo en la visión febril de una tarde lejana, a tres décadas de distancia de aquella atmósfera triste que transpirábamos. El nudo en mi estómago empezó a ascender. Todo era miradas en ese momento y la del viejo cambiaba cada tanto del pasado al presente. Nosotros éramos las paredes de la celda de cristal que lo separaba de un paisaje anhelado y perdido.

"A veces me pide que le ponga las noticias." Intervino el hijo, rompiendo la tensión que iba en aumento, dando a entender que la respuesta de su padre no era una sorpresa. "Dice que quiere saber qué pasa en el país, pero al rato se queda dormido...". El doctor y yo asentimos al tiempo, descansando los ojos sobre la alfombra en ausencia de cualquier palabra útil. Él consignó el nuevo dato en su ordenador y volvió a dirigirse al paciente con una nueva pregunta: ¿Qué día de la semana es?"

"Sábado", contestó esta vez sin dudar, transportado por completo a una realidad alterna que sólo sus ojos percibían. Yo no pude más que admirar la paciente entrega de aquel hijo al cuidado de su padre, viejo afortunado en medio de todo, porque la vida le está ofreciendo en su última vejez una bondad que le niega a muchos otros, que es la compañía de sus seres amados, de sus hijos y su esposa. Me preguntaba cómo logra tener sentido aquella visión delirante, cómo encuentra coherencia con el paisaje actual, con el rostro adulto de un hijo, con la camilla en la que está postrado, con la fragilidad de su propio cuerpo, con el hilo de voz en el que se convirtió aquel rugido grave y potente que le conocí años antes mientras cantaba canciones y contaba chistes a la luz de una fogata nocturna junto a su casa de campo. Me preguntaba también cómo ha de ser el acto de recordar desde aquella vejez que no parece ser más que la paciente espera del final.

El nudo por fin alcanzó mi garganta. Aquella escena se me antojó cargada de una belleza sencilla y poderosa. De pronto deja de importar todo frente a la inminente victoria del tiempo sobre el cuerpo humano. Todos los dramas del mundo, todas las violencias y todas las injusticias pasan a un segundo plano ante la urgencia de que el padre experimente, en sus últimos días, todo el amor que sea posible. Ese cuadro conmovedor, en medio de la tristeza implícita del momento, era la evidencia de que todo estaba en el lugar correcto: Un hijo honrando el deber sagrado de cuidar de su padre en su último lecho, cuya luz se apaga lentamente luego de una vida entera, luego de ver crecer a los hijos y a los nietos, abandonando este mundo un poco cada día, de la mano de una enfermedad que le da el tiempo suficiente para ver a la muerte a los ojos antes de irse con ella. Una fortuna, indudablemente, en un país de guerras interminables donde las madres suelen enterrar a sus hijos y a sus esposos, donde los padres suelen abandonar a sus familias por razones infames, donde los hermanos saltan sobre las herencias como aves de rapiña. En ese momento íntimo del que fui afortunado testigo, supe que la muerte también sabe ser bella cuando anuncia con tiempo su llegada y hay tiempo de preparar su bienvenida, cuando no lleva en hombros estruendo y confusión y se viste con el manto simple del amor.

Péndulo

Comentarios

  1. Un gran escrito, lleno de sensibilidad...

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  2. Mateo:cuánto tiempo ha transcurrido,,,para conocerte!!.,,,gracias,muchas gracias por tu visita "Silenciosa".

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  3. Cuanta sensibilidad, cuanta dura realidad tan magistralmente contada..En mi caso no pude contener las lagrimas

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  4. Jamás dejaré de disfrutar sus escritos. 👏👏👏

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