EL DÍA DE LOS SUFRAGIOS

Además de los ánimos exaltados, las discusiones interminables tanto dentro como fuera de mundo virtual, el periodismo carroñero, las campañas sucias, el oportunismo, los amigos y conocidos que se quitan la máscara y los que se la estrenan, las amistades puestas a prueba y todos los amores y los odios redescubiertos, la época de elecciones siempre está marcada, cada cuatro años sin falta, por el llanto de mi madre. Su mirada cargada de rabia y desesperanza paseando por todo lado sin mirar a ninguna parte, sus labios apretados y temblorosos, sus manos inquietas y su deambular ansioso de habitación en habitación ya hacen parte del ritual de la derrota que parece haberse vuelto sagrado para esta familia de orgullo asalariado. 

Yo me limito, como buen hijo, al pobre consuelo de un abrazo silencioso y dejo que me contagie de ese dolor profundo a ver si soy capaz de ayudarle con la carga. Dejo que se recueste en mis piernas y agote sus lágrimas de impotencia mientras suelta injurias al aire de cuando en cuando, que suenan a dolor viejo e historia repetida. La miro llorar mientras le enredo el cabello con caricias torpes y así los dos dejamos que la tristeza circule y encuentre su escondite en medio de un silencio más elocuente que cualquier discurso. Le duele su patria, a la que ama a pesar de sus desaires, le duele la memoria de una época oscura y llena de temores en la que pensar y decir sin miedo ponía en riesgo la vida.

Los años de lucha, trabajo duro y contacto constante con personas de todo tipo, junto con la caótica y extremadamente violenta historia reciente de Colombia, nos han vuelto derrotistas en esto de la democracia. No nos subimos al bus de la victoria antes de tiempo ni andamos por todas partes anunciando que vamos a ganar. Hicimos el triste aprendizaje de esperar siempre lo peor el día de los sufragios como un mediocre mecanismo de defensa ante la decepción y, hasta ahora, hemos acertado. Pero en esta ocasión, muy a pesar de nosotros mismos, nos permitimos soñar, nos dejamos contagiar de esa esperanza renovada de los socialdemócratas colombianos y latinoamericanos, nos permitimos deslumbrarnos ante el apoyo de algunas de las grandes mentes del mundo y alcanzamos a creer que este país de anacronismos por fin le arrebataría las riendas a sus eternos maestros y le pondría un nuevo rostro al poder político. Nos equivocamos. Elevamos la cometa sin medir la cuerda y ahora quién la baja de ese árbol sin ramas...

Las noches siguientes son, como todos los años, para refrescar la memoria, para invocar a los muertos, que a través de los años se han convertido en mito mientras envejecen por segunda vez junto al dolor de quienes los vieron vivir, luchar y morir. Somos la generación a la que le robaron los sueños, le escucho decir de nuevo entre maldiciones gastadas. Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro... Sus nombres hacen eco como mantras. Sus historias duelen como el primer día, lo puedo ver en el rostro de mi madre, que se contrae de indignación ante el recuerdo de la esperanza arrebatada, de los sueños pisoteados, de la derrota indiscutible de una generación entera, del miedo mortal que silenció sus voces durante muchos años.

No hemos retrocedido, me dice mi padre unos días después, intentando rescatarme del desconsuelo que me habita. No miente. Somos hijos del legado de sus muertos, que son también los nuestros, si así lo decidimos. Nuestras libertades, con todas sus imperfecciones, son mejores y más amplias que las que tenían ellos. Cuando se mira hacia afuera, hacia el primer mundo, parece un triste consuelo. Cuando se examina el pasado, sin embargo, se ven como lo que son: victorias casi imposibles. 


Aún así, hoy el panorama no es menos desagradable. Los que gobernaron entonces, gobiernan ahora. Los que, se supone, combatirían a las maquinarias, se echan la culpa de la derrota mutuamente mientras nosotros miramos desde el palco, vociferando prejuicios a diestra y siniestra. Y en medio de semejante circo, desde allá arriba nos aprietan la soga... Aquellos muertos ilustres que cargaron en sus hombros los sueños de toda una generación, se revolcarían en sus tumbas de ver lo que estamos haciendo con la libertad por la entregaron sus vidas. Mi madre, por su parte, seguirá llorando.
Péndulo

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