UNA VICTORIA ESTROPEADA
A los diez y siete años, en el último curso de secundaria, me dejé crecer el pelo. Para el mes de octubre ya me llegaba abajo de los hombros en una maraña desordenada y algo reseca; algunos risos bien definidos caían desde el frente, sobre las sienes, pero visto desde atrás, mi cabello era un caos, no tenía forma ni un estilo definido más allá de cierto desaliño de pretensión intelectual, como queriendo decir que mi apariencia no me preocupaba lo suficiente como para peinarme antes de salir de casa.
A los directivos y profesores de mi colegio (con unas cuantas célebres excepciones) no les causaba mucha gracia y durante todo el año me lo hicieron saber. Mi aspecto les resultaba vulgar, de mal gusto. Degradaba, según ellos, la imagen de la institución ante una comunidad que, con ojos vigilantes, esperaba a la salida. Yo contestaba con insolente vehemencia, sabiéndome del lado de la justicia, sintiéndome respaldado por la ley y por mi propia inteligencia, esgrimiendo argumentos que fabricábamos cuidadosamente con otros estudiantes “mechudos” que estaban en la misma situación.
Un grupo particularmente preocupado de profesores adoptó la costumbre de pararnos en cualquier sitio, ojalá con espectadores, para lanzarnos, en tono reprobatorio, mordaces, aunque poco imaginativos comentarios. “¿No le da pena entrar a clase con esas greñas?”, decía una en la puerta del salón; “¿Su mamá lo deja salir así de la casa todos los días?”, preguntaba otro al ver a un mechudo corriendo en el patio. “¡Qué lástima esos muchachos tan guapos con esas mechas!” exclamaba una más atrevida, al vernos andar en parche. “Recuerden que ustedes son la cara de la institución; no nos hagan ver mal a todos”, suplicaba con condescendencia un último. Semana a semana, el tono de los comentarios se hizo más acusatorio, intimidante. “Vamos a tener que hacer algo con los caballeros, que no han entendido”, dijo alguna
apretando la carpeta de asistencia contra el pecho. “Vamos a tener que empezar a llamar papitos…”.
Ante el fracaso del escarnio disfrazado de persuasión al que nos sometían diariamente, y en vista de que siempre teníamos una respuesta aguda y desafiante, decidieron pasar de las palabras a los hechos y nos impidieron entrar a clase. Dejamos de ser públicamente señalados para ser oficialmente amonestados. Antes de cada materia éramos apartados del resto de estudiantes para recibir sermones repetitivos y amenazantes, en los que se nos comparaba con drogadictos, indigentes, presos y pecadores de todo tipo. Se nos prometió un castigo ejemplar, uno que no iba dirigido solamente a nosotros, sino que involucraba a nuestras familias. Si no nos cortábamos el cabello, no podríamos estar en la ceremonia de grado.
La noticia, como era de esperarse, causó una pronunciada división entre los padres de familia. Algunos, cuyos hijos llegaban siempre bien peluqueados, adoptaron rápidamente la postura institucional, celebraron la imposición y aplaudieron la amenaza, definiendo claramente los bandos y consolidando más allá de toda duda el ambiente de ellos contra nosotros. La idea de un castigo tanto práctico como simbólico, dirigido al interior de aquellos hogares en donde nos criaban a los jovencitos rebeldes y potenciales malandros, les parecía fenomenal; la humillación pública extendida a los malos padres. Otros, en efecto rebeldes y orgullosos de serlo, se opusieron a la medida y desataron acaloradas discusiones en consejos de padres y, sobre todo, en las famosas citaciones, en las que sentaban uno a uno a los acudientes de los infractores frente a la coordinadora de convivencia o la orientadora a escucharlas leer, con la más calculada y fingida preocupación, las infames anotaciones en el observador de sus hijos, una suerte de prontuario de faltas de conducta y violaciones al manual de convivencia que se acumulaba año tras año y que eran tanto el temor de los aplicados, como el orgullo de los traviesos.
El asunto escaló dramáticamente. Ante la resistencia de los mechudos y sus padres (una minoría, después de todo) y la imposibilidad de deshacerse de nosotros a través de la expulsión, los directivos del colegio determinaron un estricto código para regular la apariencia de todos los estudiantes, sin excepción. De un día para otro las restricciones se extendieron a todas las partes del cuerpo. Además del cabello largo en los varones, se prohibió usar piercings, manillas, pañoletas y cualquier otro accesorio que no tuviera alguna imagen religiosa (a nadie se le iba a señalar por colgarse un cristo en el cuello). A las niñas se les impuso una paleta de colores para cualquier accesorio; ahora sólo podían ser negros, blancos o azul oscuro, los aretes debían ser pequeños; las medias y la jardinera debían encontrarse justo debajo de las rodillas. Hubo más de una jornada de formación, de esas en las que nos ponían en filas, separados por grado y curso, al estilo de una izada de bandera, pero no para reconocer el mérito de algún estudiante, sino para señalar a aquellos que resistían. “Ustedes saben quiénes son”, decía la coordinadora por el micrófono, mirándonos a los ojos desde la tarima.
El punto de quiebre llegó después de las vacaciones de mitad de año de manos de mi propio papá, que llevó el asunto a lo legal a través de una tutela que escribimos él y yo con la ayuda de un abogado amigo suyo que le debía algún favor, recopilando testimonios del acoso al que habían sido sometidos padres de familia y estudiantes para forzarlos a renunciar a un derecho constitucional. En alguna reunión de padres él lo advirtió claramente: en el terreno legal el colegio perdería sin lugar a dudas, y tenía razón. Un par de tensas semanas después, llegó el fallo. Ningún estudiante podía ser señalado de ninguna manera por expresar su individualidad aún si incumplía el código estético del colegio, ni se le podría sacar de clase bajo ninguna circunstancia. El manual de convivencia de la institución debía ser revisado y acogerse a los derechos que la constitución le otorgaba a todos los ciudadanos, particularmente a los niños. Habíamos ganado.
Hasta ese momento yo me consideraba algo así como un líder en ese pequeño movimiento revolucionario. Me sentía como el representante de una resistencia, vocero de una desobediencia bien justificada, respaldado por mis compañeros y compañeras, respetado por estudiantes, docentes y padres orgullosos. Toda una figura. Tal vez lo era… y tal vez lo hubiese sido hasta el final de no haber saboteado tan torpe y ridículamente aquella victoria. Un par de semanas después del fallo, faltando menos de un mes para la ceremonia de grado, me hice rapar por completo la cabeza.
No recuerdo qué justificación me habré dado en ese momento. Tal vez quería dar un mensaje de autonomía absoluta; una vez cumplido el objetivo, habiendo hecho justicia, debía desmarcarme de unos y otros haciendo algo totalmente inesperado. Seguramente pensé, con el ego embriagado de mi propia rebeldía, que debía demostrar (ante todos y ante mí mismo) que estaba por encima de aquel asunto en su totalidad, que no me importaba mi cabello, sino haber dado la pelea. Yo qué sé… Seguramente imaginé que le daría una lección final a aquellas autoridades tiránicas a las que había logrado poner en su sitio. El resultado fue, para sorpresa de nadie, lo opuesto a lo que yo esperaba. Mis compañeros, mis colegas mechudos y sus padres se decepcionaron claramente; ni hablar de mis propios papás, que se enemistaron con medio plantel sólo para defenderme. La foto de la victoria en la ceremonia de grado luciendo nuestras melenas desaliñadas, ese token que quedaría para la historia, indeleble en los registros de la institución y que todos mostraríamos con orgullo por el resto de nuestras vidas, ya no me pertenecía, ya no era posible para mí. Lo eché a perder. Y la imagen de liderazgo que me había fraguado durante todo aquel año, con la que había alimentado mi espíritu de lucha, mi sentido de propósito, quedó rota para siempre.
El golpe más duro vino justo después, esta vez por parte de aquellas autoridades tiranas a las que había querido aleccionar una vez más antes de irme. ¡Ah! La ingenua arrogancia de la juventud… Ninguna felicitación, ninguna palmada el el hombro, ningún aplauso o gesto cualquiera de aprobación me será más amargo que el de aquellos profesores y directivos que vieron en mi último gesto una concesión, una rendición. Una redención. Les regalé la victoria que les negó la justicia, me convertí en su ejemplo. No perdieron la oportunidad de elogiar mi obediencia. Me convertí en un argumento fácil en favor de su superioridad, de que estuvieron todo el tiempo en lo correcto. Con una sola decisión, enaltecí a los opresores de la libertad de expresión y escupí en la cara de quienes me apoyaron hasta las últimas consecuencias… Quince años después, aún causándome gracia, la vergüenza que siento al recordarlo sigue siendo muy real.
No importa cuántas vueltas le dé. No me es posible encontrar un atenuante. Creo que las repercusiones de aquel acto de auto sabotaje en mi vida, a mediano y largo plazo, fueron mucho mayores de lo que supuse en el momento. Conocí el verdadero escarnio, el que se sospecha en las conversaciones de otros, el que se disfraza de condescendencia y se materializa en silenciosa exclusión. Supe qué es el arrepentimiento y el temor a la irreversibilidad de las acciones. También entendí, mucho después, eso sí, que la vergüenza es soluble en el tiempo y que la importancia de la lección es directamente proporcional al tamaño de la equivocación. Cada vez que quiero tomar una decisión impulsiva pienso en cuánto tiempo me ha tomado dejarme crecer el pelo y me pregunto si no estaré saliendo calvo en la foto del grado.
Péndulo
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