TODO, POR AHORA, ES INCERTIDUMBRE...
Son las diez de la noche del 26 de diciembre de 2019. Estamos a cinco días de una nueva década y, aún en la calma que rodea está modesta casa y la distancia que me separa del caos y el ruido de la capital, no logro aliviar la tristeza, la rabia y la indignación que vienen creciendo desde hace unos meses en mi corazón y que se alimentan de las horribles noticias de muerte y de violencia que no perdonan un día en Colombia. No siento que algún ciclo esté llegando a su fin o que este país esté cerca de cambiar el rumbo de su historia. Más bien me siento como huyendo de un monstruo hambriento y cruel, a ciegas entre una niebla espesa, con la tenue luz del final de la tarde, hacia el borde de un abismo fatal, silencioso e invisible. Si no doy el siguiente paso seré devorado; si lo doy, puede matarme la caída.
Un movimiento masivo de indignados, liderado por una juventud más bien aletargada (por lo menos hasta ahora), sacude los cimientos del decadente poder establecido de América Latina desde mediados de este año. Nuestro continente demostró ser una olla a presión de dramas sociales, inequidades, injusticias y violencias acumuladas durante años; mi país, por su parte, es el escenario de un despertar tardío y accidentado, del surgimiento de una nueva conciencia sobre un pasado común doloroso, aterrador, minado de impunidad, de odio, de ignorancia y manipulación. De pronto parece que la historia reventó en nuestra cara y nos obligó a salir a las calles a buscar en los otros, en desconocidos, heridas parecidas a las propias, a buscar la empatía en el dolor compartido, en la rabia y el llanto de los otros. Lo que descubrí es que nos une la incertidumbre, el temor a un futuro decadente, a una vejez solitaria y a una vida de supervivencia y sueños incumplidos.
Así que salimos a las calles, por millones, a forzar ese encuentro aplazado por décadas, a convertir la indignación en ríos interminables de gente, en gritos de libertad, en zapatos gastados, en pies adoloridos. Salimos a poner a prueba el orden vertical de una sociedad hostil cuyos pilares creíamos inamovibles, a vernos a los ojos, frente a frente, sin las máscaras de la raza, el género o la clase social, despojados, tal vez, del miedo (que cultivamos en la intimidad de nuestros hogares rotos) a la autoridad, a la voz poderosa de un patriarca omnipresente a quien todos obedecen aún cuando creen no hacerlo... Y entonces este patriarca (que es un sistema y no un hombre o unos pocos hombres por más poderosos y crueles) respondió de la única forma que puede. Con fuego y sangre.
El cinismo de sus defensores (que viven de las migajas que la bestia les lanza por debajo de la mesa) es enorme como sus egos. Tan pronto sintieron los pasos de este animal grande y adolorido andando sin pausa hacia ellos, levantaron sus escudos y sus armas, desplegaron su maraña de confusión y mentiras, soltaron las correas de sus perros de caza y se atrincheraron en la mediocridad de sus excusas y la infamia de sus oscuros e inconfesables deseos de poder y dominación. Nadie esperaba realmente que aquellos seres horribles cedieran fácilmente ante los clamores de la gente, pero nadie esperaba tampoco tener que cavar tantas tumbas...
Estar aquí con mi familia, apartado temporalmente de la agitación que aún no deja descansar a Colombia, en una especie de pausa, necesaria y tal vez merecida, con el tiempo suficiente para reconocer la gravedad de los dramas familiares que nos acucian (aún cuando no son los más terribles, como el despojo, la desaparición forzada o la muerte inminente de un enfermo) me alimenta de cierto modo la incertidumbre, me hace sentir afortunado y también atemorizado, en medio de un panorama que se oscurece día a día y que amenaza con consumirnos si no hacemos algo al respecto... Este breve momento de calma que estoy viviendo tendrá que ser pagado en un futuro cercano. Pagado en letras, en actos, en discusiones y marchas, en desobediencia y resistencia, en argumentos, en trabajo duro y consciente, en tiempo de vida dedicado al cambio.
Bajo el peso y el ritmo de las multitudes se sacude la tierra ensangrentada. Los muertos que sembramos salen a la superficie a contar sus historias, por tanto tiempo ignoradas. La ficción que ha sido puesta frente a nuestros ojos disfrazada de historia patria, heroísmo y verdad absoluta (y que oculta la belleza de otras ficciones que no pretenden ser lo que no son, como las novelas), se agrieta y se desgasta, dejando ver tras su amable fachada una escena macabra. Mientras unos despiertan después de vivir adormecidos, otros preparan sus fusiles. El tiempo que viene no será amable con nadie, ningún secreto será respetado. La juventud tendrá que afinar sus instrumentos, tendrá que proyectar la acción al futuro lejano y luchar por crear una sociedad renovada, que no dependa de célebres y ominosos representantes que hagan de intermediarios entre el poder y la gente, pero todo, por ahora, es incertidumbre...
Péndulo
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